La Besera bajó el viejo changuito del soporte de donde colgaba. Corrió el canasto con leña para darle paso, abrió todo lo que pudo la puerta del lavadero y lo hizo andar sobre sus dos ruedas hasta la calle.
Cada vez que empezaba el día, la Besera se metía tanto en el trabajo que el mundo apenas la rozaba. Por eso más de una vez tenía que descansar en alguna plaza, o al borde de la vereda. Según el peso que llevara.
De chica había aprendido de su abuela a juntar besos. Ahora la abuela no estaba y la nieta había quedado a cargo, sólo ella sabía dónde llevarlos al final de cada jornada.
La Besera tomaba los besos justo en el momento en que se posaban en las mejillas de la gente, levantaba su mano en el aire, la movía para saludar y ahí se le pegaban. Como a un imán. Y los ponía en el changuito.
Otras veces sucedía que pasaba un besado y ella lo saludaba de la misma manera, con la mano en alto. Y los atrapaba. Aunque no presenciara el momento del beso, ella le veía las huellas. Un besado era un marcado y la Besera no lo desaprovechaba jamás.
Había días en que el changuito se llenaba y otros en que iba liviano. Con poco o con mucho, la Besera iba a ver al Fermín, que vivía a unos kilómetros del pueblo en una pequeña chacra que había heredado del abuelo. Además de las tareas de la huerta y los animales, él tenía un laboratorio lleno de botellitas y frascos pequeños. Y bidones con agua de diferente procedencia: agua de lago, de mar, de arroyo, de río marrón, de río verde... y atrapada en sus más variadas formas: de vertiente, de ola, de catarata. Coleccionada con paciencia por el abuelo.
Cuando la Besera llegaba, vaciaba el chango sobre la mesa con cuidado. A veces los besos se le pegaban en las manos y ella se tomaba tiempo para quitárselos sin que se desarmaran. Hacía una montañita frágil. Y el Fermín no le quitaba los ojos de encima porque le daba gusto verla. Después se acercaba y tomaba beso por beso, casi sin respirar, para que no se volaran, los mezclaba con agua y los tapaba. “Esencia de besos”, escribía en la etiqueta. Su abuelo le había enseñado cómo hacerla y también cómo distribuirla. La Besera se volvía a su casa y él corría hasta la estación y despachaba una caja de frascos para los amigos de la ciudad. Allí los hacían circular. Mucha gente usaba el perfume para calmar la soledad y el frío. Un buen beso concentrado abrigaba como una bufanda.
Pero sucedió que un día en el pueblo los besos comenzaron a escasear porque la gente no andaba tan besuquera como antes. Habían comprado muchos relojes al vendedor ambulante y de pronto el tiempo tan a la vista los hacía marchar como agujas. Apurados, tenían menos tiempo para besar. Por eso, un atardecer la Besera llegó a la chacra con el chango vacío y se largó a llorar cuando lo vio al Fermín. Lloró mucho tragando aire con susto. Él se quedó como un árbol a su lado, sin entender qué le pasaba. Ella dio vuelta el chango en la mesa y nada, ni un besito salió. El Fermín se encogió de hombros, se rascó la cabeza, y no supo qué decir. Miró a la Besera que no paraba de llorar, y entonces la abrazó. Le besó la frente, los ojos húmedos. Se detuvo para mirarla, le besó las mejillas y con un suspiro entrecortado... le besó los labios.
Ella, después de la sorpresa, también lo besó. Uno al otro se cubrieron de besos que no se molestaban en atrapar, flotaban. Hasta que toda la casa quedó llena. Dicen que continuaron fabricando la esencia, que ahora era de besos propios. A la etiqueta le agregaron un detalle, ahora decía:
“Esencia de besos - Producto casero”.
FIN
Texto © 2008 Graciela Vega. Imagen © 2008 Cecilia Afonso Esteves.
Visto y leído en:
Biblioteca Imaginaria
http://www.imaginaria.com.ar/b/pdf/vegabesoscaseros.pdf
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